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martes, 28 de febrero de 2012

ARGENTINOS quedarse a vivir y trabajar en la otra orilla Calidad de vida, la razón detrás de un "éxodo" hacia Punta del Este Cada vez son más los port

quedarse a vivir y trabajar en la otra orilla
Calidad de vida, la razón detrás de un "éxodo" hacia Punta del Este
Cada vez son más los porteños instalados todo el año en ese balneario; valoran la naturaleza lejos del estrés
Por Fernando Massa | LA NACION
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Privilegiar la calidad de vida surge como la esencia de cada relato. Dejar Buenos Aires, sus extensas jornadas laborales, el estrés, las corridas, el tránsito, la inseguridad. Y elegir Punta del Este: su cercanía, la naturaleza, la tranquilidad, poder vivir con otros tiempos.

Movilizados por una búsqueda introspectiva, una dificultad familiar, laboral, o una simple oportunidad, no llegaron a Punta del Este para retirarse; lo hicieron a los 25, 30 o 40 años con el objetivo de darles un giro a sus vidas. Y, según dicen, no extrañan Buenos Aires. Y tampoco volverían.

LA CRISIS COMO OPORTUNIDAD

Siempre tuvo el deseo de terminar su vida en Punta del Este. Lo que nunca se había imaginado es que sería la crisis de 2001 la que anticiparía la decisión. Hoy Analía Suárez está convencida de que para ella la crisis fue una oportunidad.


Analía Suárez, ex productora ejecutiva, dirige el hotel Awa. Foto: LA NACION / Santiago Filipuzzi
Contadora, en aquel momento estaba en pareja con el padre de sus dos hijos y era socia en la radio Milenium, además de ser la administradora de los bienes del periodista Bernardo Neustadt. "Parecía que ya había llegado: hacíamos las cosas bien, teníamos éxito y además le hacíamos bien a la gente con un fin social fantástico, tenía mi casa, mi familia", cuenta.
Pero llegó la crisis y, con ella, los problemas para la radio. El alquiler de la frecuencia no bajó un peso, la pauta publicitaria se frenó y la situación se volvió insostenible. "No aguantamos más que un año y tuvimos que cerrar. Fue un golpe muy duro. Ahí con mi ex marido decidimos venirnos", recuerda Analía en el restaurante de Awa, el hotel boutique del que hoy es propietaria en Punta del Este.

Llegar hasta ahí no fue fácil. Tampoco la decisión. Tenía 37 años cuando decidieron mudarse. En el fondo, ella lo sentía como un fracaso impulsado. "Vos hacés todo bien, pero la coyuntura te falla. Y pensé entonces: ¿por qué esperar a ser más grande, por qué al final de la vida, por qué no vivir mejor ahora?" Empezaron con una plantación de frambuesas. En 2004, hicieron la revista Punta For Sale . Y al año siguiente surgió la idea de un hotel; encontraron un terreno, pidieron un crédito en Uruguay, vendieron su casa en la Argentina y a fines de 2006 AWA ya era una realidad.

"Punta del Este me parece fascinante. Tiene una naturaleza divina, es bella. Es para vivir la vida de una forma más conectado con uno mismo, con el otro; hay menos ruido, menos estrés. De algún modo estás más serena", dice. También admite que de vivirse una crisis -ya sea interna, de pareja o con lo que se hace- ahí no se puede tapar con actividad como en Buenos Aires. "De algún modo te obliga a la búsqueda interior -dice-. Yo hice un cambio radical de vida y no me arrepiento de nada."

ROMPER ESTRUCTURAS

Había sido otra larga jornada de trabajo. Terminaba de cenar con su esposa en el departamento que compartían en Caballito y se lo comentó: quería hacer otra cosa, no aguantaba más. En ese momento, Alejandro de Luca llevaba más de tres años casado con Marina y aún no tenían hijos. Punta del Este entró en la conversación. Y la posibilidad de probar dos años allá, también.

"Venía a veranear a Punta y un amigo me decía "venite, venite". Yo trabajaba en una empresa familiar de camas solares y además estaba con un gimnasio. Eran 12 o 13 horas por día. Era una persona reestructurada y un día dije que quería cambiar, que quería salir de esas estructuras familiares", cuenta Alejandro, 14 años después, chomba y bermudas, en la oficina de la inmobiliaria Antonio Mieres de La Barra, donde hoy, a los 45 años, es uno de los socios.


Alejandro de Luca preside una de las sucursarles de Mieres. Foto: LA NACION / Santiago Filipuzzi
La adaptación, sin embargo, no fue sencilla. "Esta oficina es Disney", dice al recordar la primera en que se instaló, allá en Punta Ballena. Un escritorio de madera, un teléfono y en la cabeza una sola pregunta: ¿y ahora qué hago? Encima su esposa tardó dos o tres meses en llegar porque no se pudo desvincular así nomás del estudio de abogados donde trabajaba en Buenos Aires. Alquilaron una chacra y con el tiempo llegó el primer hijo. Y Marina empezó a averiguar por la reválida de su título y le resultó más práctico hacer la carrera de nuevo. Hoy ya tiene su estudio. Y la inmobiliaria suma seis oficinas en todo Punta del Este.

"No volvería a Buenos Aires ni loco", dice Alejandro. Y resalta que su hijo pueda caminar diez cuadras solo a las 2 de la madrugada, del shopping a su casa, o que su hija lo pueda acompañar al banco sin inconvenientes. También disfruta disponer de más tiempo para ellos, o poder almorzar con su mujer todos los días. Pequeñas cosas que, según él, hacen a la calidad de vida. Pero reconoce que es fundamental mantener los pies sobre la tierra: "En algunas cosas esto es una burbuja? no es Uruguay -dice-. Acá te encontrás con mucha gente que en Buenos Aires no te daría ni la mano y acá, por lo que yo hago, te tratan como nada".

NO MÁS TRAJES DE MARCA

Sandra Copat caminaba a la tarde con su entonces marido por la orilla de Montoya, cuando él se frenó y le dijo: "¿Y si nos venimos a vivir a Punta del Este?".


Sandra Copat, paisajista y decoradora, se mudó al Este en 2000. Foto: LA NACION / Santiago Filipuzzi
Era febrero de 2000 y, como siempre, estaban de vacaciones por esos pagos. "¿A Punta del Este? -reaccionó ella-. Y bueno, ¡dale!" Volvieron a Buenos Aires y, en una semana, alquilaron la casa que tenían en el San Jorge Village, en Los Polvorines, y en marzo ya estaban en Punta del Este buscando un colegio para sus hijos de cuatro y cinco años, todavía con las valijas dentro del auto.

"Y nos fuimos quedando año a año. Económicamente en Buenos Aires nos fue muy mal y sufrimos dos asaltos muy traumáticos que nos dejaron en carne viva. Buscábamos otra opción de vida, criar a nuestros hijos en un ambiente diferente", cuenta Sandra, arquitecta de interiores y diseñadora de jardines, que también pinta y dio clases de astrología.

Frente al cambio, el mayor miedo con el que se toparon era de qué vivir. "La fuimos remando. Nos volvimos mucho más simples: de vestirme con trajes de Armani pasé a andar en ojotas o a usar un par de botas y una campera. No necesitás mucho más", dice, y hace honor a sus palabras: lleva un vestido largo bien suelto y unas sandalias.

Al año y medio Sandra se separó de su marido. Pero eso no fue motivo suficiente como para dejar Punta del Este. "Encontré mi lugar, de acá no me muevo. Acá encontré mi centro", dice convencida. Ella resalta que en Punta del Este viven con otros tiempos, y que después de febrero, cuando los edificios y las luces se apagan, va quedando una esencia que es la que comparten con sus amigos. "Un grupo de amigos que pasaron a ser familia", afirma.

PRIORIZAR EL TIEMPO

Sintió que se había cumplido una etapa: para él y su familia ya era hora de doblar la apuesta o volverse. El ex Puma Gonzalo Camardón -que jugó los mundiales de rugby del 91 y el 99 para la Argentina- llevaba diez años jugando en Roma y uno más como entrenador después de su retiro. Y estando allá le llegó una propuesta de un amigo de toda la vida, otro ex Puma, Pedro Sporleder. "El estaba con varios emprendimientos inmobiliarios en Punta del Este. Y me dijo que fuera a darle una mano", cuenta.


El ex Puma Gonzalo Camardón apostó al mercado inmobiliario y a la familia. Foto: LA NACION / Santiago Filipuzzi
La enfermedad de su padre, que falleció a los pocos meses, forzó la vuelta a Buenos Aires. Pero la propuesta de irse luego a Uruguay les cerró, sobre todo, por sus dos hijas. "Siendo Punta del Este un lugar chico me permitía tener los mismos tiempos que allá, donde al vivir en las afueras de la ciudad podía pasar mucho tiempo con ellas", dice.

Hoy están muy conformes con la decisión tomada. Tarde o temprano se tendrían que haber ido de Europa: Italia vive hoy una crisis, y al rugby, que vive de sponsors, le iba a tocar en cualquier momento.

De Uruguay destaca a la gente por su respeto y educación, y disfruta que no exista ese estrés que hay en Buenos Aires. "Llevar a las chicas al colegio sin tráfico ni piquetes, ir manejando con dos autos adelante al lado del mar. Todo eso es calidad de vida", dice.

¿El rugby? Le dedicó un año dándole una mano a la selección uruguaya con el objetivo de llegar al Mundial, que no se alcanzó. "Una linda experiencia. Pero ya está", dice poniéndole un punto final al rugby a sus 41 años y priorizando el tiempo en familia.

"Ojalá nos podamos quedar: nos encanta acá, pero estamos abiertos al cambio -dice-. Todo el mundo está tan cambiante que hoy tenés que saber adaptarte. Y nuestra adaptación pasa por eso: esforzarnos, laburar y estar mucho en familia."

SEPARACIÓN Y CAMBIO

Disconforme. Esa es la palabra que usa Dominique Saber para describir cómo se sentía dos años atrás, cuando tenía 32 y aún vivía en Buenos Aires. Estaba cansada de viajar todos los días de su casa al trabajo, y de ahí a otro trabajo, de zona norte a Recoleta y de vuelta a zona norte. Y encima las cosas con su pareja estaban mal.


Dominique Saber atiende su propio local en la Fashion Road. Foto: LA NACION / Santiago Filipuzzi
Salía a las 8 de la mañana de su casa y volvía a las 9 de la noche. Su marido, en ese entonces, llegaba a las 7 y se encargaba de cocinar. Ella habla de un momento de balance, la previa a una separación. "Me cansé del ritmo de vida en Buenos Aires. Dije basta. No quiero esto. Quiero tener más tiempo para mí, para disfrutar. Sufría el tránsito, los piquetes, la inseguridad", cuenta.

Fue en abril de 2010 que se mudó. Se alquiló un departamento sobre la Roosevelt, frente al mar y cerca del shopping. "Empecé el gimnasio, me hice amigos y la gente está muy abierta socialmente acá. Hacíamos clases de baile. Todo muy divertido", dice Dominique, hoy dueña de Bacana, un local de ropa en la calle 20 de la Punta. "Fue un cambio grande. Acá es otra cosa. Tengo mis momentos, mi trabajo, voy al gimnasio. Y tengo a Abby, mi perro Golden Retriever", dice, y se la nota segura con el cambio de rumbo.

SU LUGAR EN EL MUNDO

La incertidumbre y el cambio de vida llegaron después de un cimbronazo financiero en la empresa donde trabajaba su ex marido, cuando vivían en Villa del Parque y ella recién dejaba su trabajo como azafata en Aerolíneas Argentinas. "Estábamos despistados. Un vecino me propuso trabajar en una empresa hotelera uruguaya en Buenos Aires. Y ese verano nos ofrecieron venirnos. Mi hijo tenía tres años y viajamos sólo por el verano", cuenta Alejandra Mejuto.


Alejandra Mejuto da clases de yoga a embarazadas. Foto: LA NACION / Santiago Filipuzzi
Tres años después, en abril del 94, ese viaje de verano se volvió definitivo: su ex marido consiguió un buen trabajo en Punta del Este y se quedaron ahí. Y si bien a ella le costó el cambio, especialmente por la falta de amistades allá, sintió enseguida que ése era su lugar en el mundo. "Los tiempos son más lentos. La competencia no es feroz. La gente no está volando. Y lo que yo quería era esto", dice. A los 37 años, Alejandra se dio un gusto: se presentó al examen de ingreso para ser profesora de educación física. Se recibió, y además se convirtió en instructora de Kundalini Yoga: hoy aplica esos conocimientos con los grupos de embarazadas con los que trabaja.

En 2002 se separó. Dice que en Punta del Este el matrimonio se vive de manera intensa, todo es "full time". Y la relación se fue desgranando.

Él volvió a Buenos Aires, ella decidió quedarse. Pero lo más duro fue cuando su hijo terminó la secundaria y volvió a la Argentina. "Tengo muchas amigas. Y es lo que sostiene. Nos juntamos en casas, y siempre durante el día tenés un llamado, un tiempo para compartir, para escucharnos, para entendernos", dice.

Siente que en Punta del Este tiene calidad de vida; que es diferente a Buenos Aires, donde todos pasan rápido, donde nadie ve a nadie, donde no te escuchan ni se puede escuchar.

Con la colaboración de Loreley Gaffoglio .

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